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LA CIUDAD SOSTENIBLE

LA CIUDAD SOSTENIBLE LA CIUDAD SOSTENIBLE
Mara Cabrejas
Mara.cabrejas@uv.es

Una Ciudad Justa es la que la justicia, el alimento, la vivienda, la educación, la salud y la esperanza estén distribuidas de manera justa.
Una Ciudad Bella, en la que el arte, la arquitectura y el paisaje prendan la imaginación y el espíritu.
Una Ciudad Creativa, en la que el pensamiento libre y la experimentación movilizan el potencial de sus recursos humanos al completo y permitan la respuesta rápida a los cambios.
Una Ciudad Ecológica, que minimice su impacto ecológico, en la que el paisaje y la forma construida estén en equilibrio, y en la que los edificios y las infraestructuras sean seguras y eficientes en el uso de recursos.
Una Ciudad de Fácil contacto y Movilidad, en la que se intercambie la información, tanto cara a cara como electrónicamente.
Una Ciudad Compacta y Policéntrica, que proteja el campo, para la que lo primordial sean les comunidades y su integración dentro de barrios y que maximize la proximidad.
Una Ciudad Diversa, en la que una amplia gama de actividades se solapan, crean animación, inspiración y fomentan una intensa vida pública.
H. Girardet

LA CIUDAD COMO ORGANISMO VIVO
De los flujos lineales a los ciclos circulares
La metáfora orgánica refleja mejor que la metáfora maquinística las condiciones reales de nuestra experiencia urbana. Los procesos y causalidades que concibe son holísticos y contextuales al reconocer la conectividad insalvable entre lo social y lo natural. La percepción organicista de la ciudad vincula el conjunto con las partes, el consumo de recursos con las excreciones y residuos, lo común con lo singular y propio, la estabilidad y continuidad con la contingencia y novedad, la salud con el peligro y la enfermedad, el conocimiento y la planificación con la incertidumbre y la ignorancia, lo visible y trascendente con lo inmanente y oculto.
Bajo la metáfora orgánica la materia no se concibe como inerte y libremente manipulable, sino complejamente organizada y con capacidades intrínsecas de sensibilidad e intelección. El mundo físico es visto como fundante y primordial a la vez que dotado de capacidades vivificadoras y creadoras. Desde estas concepciones los sistemas urbanos de vida pueden entenderse como organismos que para su continuidad dependen de la reproducción biológica, y se auto-organizan mediante procesos metabólicos complejos no reducibles a la simplificación ni a la parcelación mecánica y funcional. Bajo el modelo y la idea de organismo podemos identificar las dimensiones estructurales más explotativas de la ciudad moderna concebida estrechamente como una máquina o artefacto mecánico abierto a cualquier intención y libertad inventiva y manipuladora por parte de los humanos.
Una diferencia central entre los sistemas naturales y nuestras actuales megalópolis tecnológicas e industriales, es que estas dependen en gran medida de crecientes abastecimientos externos basados en numerosos flujos de recursos de todo tipo, un intenso tráfico de productos que atraviesan el sistema urbano y se destinan a sus poblaciones. Dada la gigantesca escala de la urbanización y sus tendencias colonizadoras y fagocitarias, desde una óptica organicista y verde las ciudades habrían de modelarse imitando la sabiduría y el funcionamiento de los sistemas naturales, como pueden ser los bosques, para mantener así una cierta estabilidad y viabilidad a largo término.
La relación de las ciudades con la naturaleza puede comprenderse como una relación metabólica, siguiendo la analogía entre los asentamientos humanos y los organismos. Al igual que cualquier otro ser vivo, las comunidades urbanas sólo pueden subsistir y evolucionar en el tiempo si consiguen obtener suficiente energía y materiales útiles de su entorno o medio natural, y si además encuentran sumideros para re-absorber y eliminar con cierto éxito los residuos que producen. Al igual que les pasa a los organismos vivos, a medida que aumenten sus ordenes de organización y complejidad, los requerimientos materiales y energéticos del sistema urbano también aumentan. Hoy esta espiral creciente de demandas tiene rasgos autolesivos y cancerígenos.
El metabolismo de las ciudades comporta muchas entradas de recursos y servicios naturales a través del combustible, el oxigeno, el agua, los alimentos, la madera, los productos manufacturados, los minerales, etc. Estos materiales nos ofrecen muchos bienes y servicios vitales, y son procesados para reproducir y ampliar la población, los artefactos y el medio construido. Pero a la vez generan muchos tipos de residuos que se dispersan y acumulan colapsando las funciones digestivas de los ecosistemas (dióxido de carbono y otros gases dañinos, aguas fecales e industriales, basuras sólidas y detritos industriales, etc…).
Una de las características de les ciudades modernas es su insensata hipertrofia. Se muestra en el hecho de que sus metabolismos tienden a ser cada vez más grandes, más lineales y más omniabarcantes. Es decir, implican más y más presión y destrucción del territorio biofísico cercano y lejano. Irresponsablemente consumen más recursos naturales al tiempo que los residuos generados no se aprovechan y reutilizan de nuevo, violando con ello las pautas circulares propias de los ciclos de materiales presentes en la biosfera y en la vida en general.
Contrariamente, los ecosistemas vivos tienen un metabolismo circular y cíclico, lo que significa que cualquier emisión generada por un organismo se convierte en alimento y en un nuevo recurso que renueva y sostiene la continuidad reproductiva de todo el entorno viviente del que forma parte. Toda la red de la vida se mantiene así unida en un una delicada cadena de relaciones de cooperación y de beneficio mutuo mediante el constante flujo de nutrientes que pasa de un organismo a otro. Todo y todos se aprovechan creativamente.
Pero el metabolismo de nuestras modernas ciudades es lineal e ilimitado. Se consumen, lesionan o agotan los recursos sin percibir ni tener en cuenta las afecciones que se generan en su origen y en su destino, ya que los residuos y las emisiones llevan consigo una enorme cantidad de productos y procesos biocidas que no pueden ser digeridos y eliminados por los ecosistemas.
En la gestión urbana de las ciudades en expansión ilimitada, los residuos y los recursos apenas se consideran conectados y en interdependencia holística. Les ciudades importan alimentos y productos que se consumen y se eliminan en forma de aguas residualesy basuras que van a parar a los ríos, al litoral, a las aguas subterráneas, a los ecosistemas y tierra de nadie. Es decir, las materias primas que vienen de la naturaleza y se combinan y procesan para a producir los productos de consumo, finalmente acaban degradadas y sin utilidad en forma de basuras dañinas que no pueden ser reabsorbidas por el mundo natural. Lo más habitual, es que los residuos acaben en algún vertedero que irradia por doquier lesiones socioambientales de todo tipo, y en el que los materiales orgánicos se mezclan indiscriminadamente con los metales, los plásticos, el vidrio y muchos residuos tóxicos. Este modelo lineal de consumo, de producción y de eliminación urbana socava la viabilidad ecológica general de nuestras ciudades porque tiende a romper los ciclos regenerativos y circulares de la naturaleza.
Mejorar el metabolismo urbano y reducir su huella ecológica obligará a cerrar los ciclos y los flujos. Los productos de desecho deberían de reconvertirse en nuevas materias primas valiosas para entrar en el sistema productivo mediante el reciclado cotidiano de materiales, como pueden ser el papel, los metales, el vidrio, el plástico. También será necesaria la conversión de la materia orgánica y de las aguas residuales en un compost que retorne los nutrientes de las plantas a las tierras de cultivo, y que a su vez alimentan las ciudades y a sus poblaciones humanas.
Por tanto, la gestión municipal y en coordinación con otras instituciones deberá hacer el tratamiento de los residuos urbanos dirigiéndose a las causas que los generan, a los procesos productivos y a los malos hábitos del sobre-consumo urbanita. Uno de los objetivos de la sustentabilidad general y de la ecología urbana en particular es evitar el bloqueo de la función asimiladora y de reabsorción que de forma natural está vitalmente presente en los ecosistemas. Es decir, que la cantidad, la cualidad y el ritmo de emisión y vertidos no lleguen a superar o colapsar la capacidad de los ecosistemas para absorberlos y metabolizarlos.
El mantenimiento de un máximo nivel de regeneración y de asimilación de los ecosistemas, es una buena guía para la transición hacia la sustentabilidad urbana. Ello exigirá un cambio radical de nuestras concepciones sobre los detritos urbanos, considerándolos como materias primas valiosas y no como a desechos inservibles.
Las ciudades de la actual era industrial y del petróleo generan una enorme y creciente huella ambiental que excede en mucho a su visibilidad directa, y a superficie de gestión y de administración. Sobrepasan los límites de su entorno inmediato mediante la obtención de recursos de lugares cada vez más alejados, hasta consumir y hacerse bulímicamente dependientes de los bienes y servicios naturales del conjunto del planeta.
La viabilidad o la sustentabilidad de nuestras ciudades podrá aumentarse si sus metabolismos se hacen circulares y si su huella ecológica destructiva se reduce. Por eso, es necesario y urgente que la cantidad de los recursos naturales consumidos se reduzca, y que nuestras necesidades y estilos de vida sean menos despilfarradores, más eficientes, y más circulares.
De la voracidad y desconexión ambiental
a la ecología urbana
Hoy día, nuestras alegres e irresponsables formas de vida urbana se acompañan con dormitivas y anacrónicas ideas sobre la naturaleza y la buena vida. Las representaciones sociales dominantes del mundo vivo pocas veces se ligan con nuestras realidades y experiencias cotidianas más inmediatas y palpables.
La urdimbre de vida que sustenta y convive con las sociedades humanas continúa siendo percibida socialmente como algo ajeno y alejado que no nos compromete directamente, aunque al mismo tiempo se reconozca su singularidad y valor. Desde estas mentalidades tan artificializadoras y trivializadoras como las nuestras, la naturaleza y sus frágiles procesos de interdependencia presentes hasta en nuestros propios cuerpos, se suelen invisibilizar, devaluar o reducir a lugares acotados, exteriores y desvinculados de las dinámicas e identidades sociales individuales y colectivas.
Nuestro estilo urbano de convivir, tiende a construir una extraña percepción sobre la naturaleza. Se concibe como algo exterior e independiente, o como rígidamente acotada y ajena. Pero paradójicamente también es vista como algo de gran de valor y estima. Este artificial extrañamiento para con la naturaleza se acompaña a la vez de cierto aprecio social.
Nuestras percepciones ambientales se apoyan en un doble nudo paradójico de devaluación y dignificación que está presente en las representaciones mayoritarias sobre un área rural, un bosque, una zona húmeda, un río singular o un parque natural.
Esta autocomplaciente desconexión con el mundo natural, desarrolla motivaciones y rutinas prácticas que realimentan el inmenso muro cultural y ideológico que separa y niega las relaciones y el constante diálogo entre nuestras actividades y los procesos naturales en nuestra experiencia cotidiana. Somos sordos habitantes de una misma casa compartida con innumerables criaturas y ecosistemas. Convivimos en la trama de la vida cómo urbanitas enraizados en una inmensidad de vida que palpita, aunque no se nos muestre fácilmente ni tengamos conciencia clara de ello.
Nuestra cultura y sentido común práctico tiende a invisibilizar las cualidades y necesidades de los sistemas naturales implicados en cualquier acción humana o en cualquier proyecto de desarrollo. Estas cegueras productivistas en sus versiones más neo-desarrollistas obvian que nuestras actividades urbano-industriales actúan como potentes agujeros negros destructores de todo tipo de recursos naturales valiosos que se consumen en el contexto de un planeta físicamente frágil y limitado. El gigantismo devorador de nuestras formas de vida urbana, aunque no tenga claros parámetros de contabilidad pública o institucional, está hoy en el origen de la mayoría de los problemas globales de supervivencia ecológica.
Las opiniones ambientales mayoritarias que declaran estar a favor del cuidado y de la protección ambiental tienen la peculiaridad de que participan de esta escisión fundamental, y esto señala un rasgo característico de las subjetividades modernas. Por un lado, valoran abstractamente la conservación de la riqueza natural y son capaces de concretar sus preferencias de cuidado ambiental sobre algún espacio natural cercano y reconocido por su flora, fauna o paisaje. Pero por otro lado, estas sensibilidades no acaban de concretarse en cambios prácticos y compromisos cotidianos. Desde este doble y auto-contradictorio sistema de valoración y normas: ambientalismo para los discursos y productivismo para las prácticas, las actitudes sociales mayoritarias acaban ignorando prácticamente o aceptando cómo víctimas pasivas las lesiones y peligros ambientales más destructivos.
Es decir, la gente desea la preservación general de un medio ambiente vivo y saludable, en algún lugar, de alguna forma abstracta e ideal como aspiración, pero no son tan firmes como para iniciar cambios y compromiso prácticos coherentes, individuales o colectivos. La conciencia ambiental mayoritaria está atrapada en este dilema que acaba siendo resuelto a favor de un productivismo práctico. Dada la imposibilidad de cumplir a la vez un doble mandato cultural y normativo con carácter antagónico e incompatible en el terreno práctico (conservar y consumir a la vez), como salida de esta paradoja optan por la inercia productivista y por la inhibición ambiental práctica.
Parece que las múltiples ofertas del mercado intercultural moderno y el fuerte apego a las necesidades del libre sobre-consumo refuerzan la construcción de subjetividades y de actitudes desconectadas del mundo vivo en nuestras experiencias cotidianas. Algo así como el querer defender a los animales y a las plantas junto a un entorno humano más íntegro, sano y conservado, pero a la vez sin querer moderar o renunciar al gran banquete diario de nuestras ricas ciudades del norte. Contrariamente, unas prácticas ambientalmente orientadas habrían de obligarnos a nuevos compromisos y eliminaciones de rutinas prácticas ecológicamente insensatas e inadaptadas.
Por tanto, la pasividad y la ambivalencia ecológica es la actitud social mayoritaria como salida dada a este dilema por parte de la sobre-consumidora ciudadanía rica mundial. Significará en lo práctico una opción biofísicamente autolesiva. Es decir, una insensatez pragmática que se guía principalmente por parámetros y motivaciones instrumentales y consumistas sobre el propio comportamiento, y sobre el bienestar, la mejora social y el futuro.
¿Cómo podremos salir de este atolladero?...
La nueva política urbana
Supervivencia, suficiencia, equidad, diversidad, democracia
Seguramente, cualquier planteamiento futuro de cambio que busque compatibilizar la justicia y la sustentabilidad, tendrá que descansar sobre una nueva cultura y política verde de suficiencia que comporte una nueva actitud guía a favor de la convivencia con la vida.
Una cultura y moral práctica de preservación y cuidado de la Tierra tendrá que adoptar nuevos criterios de protección y respeto hacia los límites regenerativos y hacia la conectividad y el apoyo mutuo de los ecosistemas naturales. Una cultura ecológica basada en los principios de supervivencia, suficiencia, equidad, diversidad y cooperación, se enfrenta a la delirante desconexión que se da entre nuestra gran fiesta devoradora urbana y las mutaciones socio-ecológicas que hoy envenenan el aire, los suelos y los recursos vitales de la Tierra. Hoy la experiencia humana en el mundo abarca nuevos campos de peligros e incertidumbres fabricadas y desconocidos que amenazan la vida y bienestar de las gentes cercanas y lejanas.
En el origen de gran parte de los problemas ambientales que sufrimos está precisamente el voraz modelo de urbanismo, producción, consumo y excreción de nuestras ciudades, y sus tendencias de expansión y colonización ilimitadas. Sin embargo, la dominante y estrecha visión de la rentabilidad económica a corto plazo que habita bajo los motivos principales de todo tipo de proyectos de desarrollo, casi siempre arrincona estas cuestiones centrales que una verdadera opción por la habitabilidad urbana habría de tener en cuenta. La omnipresente obsesión por el crecimiento y la competitividad económica eclipsa constantemente el debate en torno a los fines, las consecuencias y peligros sociales y ambientales que acompañan a los proyectos de desarrollo urbano.
La mayoría de los municipios del territorio español han comenzado a desarrollar algo que podríamos llamar un ambientalismo desarrollista, aunque carecen de una estrategia global de carácter socioambiental que pueda afrontar con mínimo realismo la insostenibilidad crónica de nuestros pueblos y ciudades.
Ponen en práctica tímidas políticas ambientales que se caracterizan por ser testimoniales, sectoriales, desconexas y cosméticas, aunque puedan servir de retóricas legitimadoras ante la opinión pública y los votantes. Sobre todo, este embrionario ambientalismo público dista mucho de poder responder a las necesidades de las crisis ecológicas locales y globales que padecemos. Actualmente, las concejalías de medio ambiente no suelen ser ni las áreas más determinantes ni las mejores dotadas. Si alguna vez llegan a realizarse actuaciones de más peso ambiental, suelen ceñirse a problemáticas muy sectoriales, aisladas y contradictorias con el resto de la gestión pública.
Muchas de las adhesiones a la Carta de las Ciudades y Pueblos europeos a favor de la sostenibilidad se acompañan de una total falta de voluntad política por parte de los gobiernos municipales en redactar y poner en marcha las Agendas 21 locales. La experiencia de implantación de las Agendas 21 muestra, que aunque a veces se hayan constituido interesantes foros de concienciación y participación ciudadana, en lo principal, no han servido para reorientar o redirigir significativamente las tendencias destructivas globales y locales. Los consejos locales de medio ambiente carecen de las competencias y los medios de intervención en el territorio si se comparan con los recursos que tienen otras áreas, como pueden ser las comisiones de urbanismo que en lo real son las que diseñan la expansión urbanizadora indiscriminada. La planificación urbanística municipal marca actuaciones y políticas que suelen ser ignorantes y hostiles hacia los problemas socioambientales. Los discursos públicos de políticos y técnicos, y las políticas económicas o urbanísticas de nuestras ciudades, continúan obviando las agresiones a la sustentabilidad urbana local y sus contribuciones a las mutaciones ecológicas de carácter gaiano.
Urge ampliar estas estrechas políticas ambientales para transversalizar y problematizar ecológicamente las decisiones municipales de todo tipo bajo las exigencias de la condición ambiental y de la integración de los indicadores económicos, sociales y ambientales. En lo macro y en lo micro, en lo social, en lo cultural y en lo económico, han de hacerse presentes las exigencias ambientales de salud y habitabilidad. Como por ejemplo podría ser la apertura de un Centro comercial; el trazado de una calle; las normas de construcción y diseño urbano; el mobiliario, el diseño arquitectónico y la intendencia del consumo ordinario de todo tipo de centros e instituciones; la toxicidad y tipo de materiales utilizados en la construcción, el mantenimiento y el uso de edificios públicos; el tipo de alimentación que se suministra a instituciones como pueden ser los colegios y centros sanitarios; la urbanización y ajardinado de espacio público ciudadano; la densificación motorizada del transporte y la movilidad; la ordenación del tráfico y los aparcamientos; el comercio local y los mercados municipales; la política fiscal, etc.
A diferencia de otros países europeos en donde actores colectivos, la ciudadanía afectada o los partidos verdes más fuertes han ido colocando la sostenibilidad urbana en el corazón de los debates públicos, el escenario de la política municipal de nuestros pueblos y ciudades ha carecido en general de sujetos colectivos fuertes y visibles capaces de situar la centralidad de la ecología urbana entre las opciones posibles y deseables.
Lamentablemente, el actual sectorialismo ambiental está muy lejos de convertirse en un proyecto posible de sustentabilidad. Es decir, estamos aún lejos de la necesaria transición hacia la modernidad ecológica mediante nuevas guías políticas verdes capaces de enmarcarar y de condicionar al resto de prioridades, y al conjunto de la actuación municipal.
Aquello que se entiende como el medio ambiente sigue siendo percibido de manera muy superficial y trivializada. Es decir, se suele añadir como un simple tema más o como un problemas a añadir a una larga lista de actuaciones sectoriales que se adicionan y suman al tiempo, pero de forma apilada y sin coherencia intersectorial entre cada una de las políticas y áreas de intervención. Esta concepción de medio ambiente sectorial carece de posibilidades de alterar o cuestionar significativamente las prioridades del resto de políticas, que son definidas exclusivamente bajo parámetros alejados de los datos o indicadores de salud ambiental.
Desde nuestra sensibilidad y opción a verde a favor de la vida apostamos por una vida ciudadana en paz con el planeta. Por ello, las propuestas de la sustentabilidad urbana y global tienen que ganar terreno y salir del gueto en el que han sido secuestradas. Han de colocarse al centro del debate social y político. Las principales preocupaciones ecológicas tendrían que ampliarse y resituarse para impulsar cambios en nuestro entorno más inmediato y en nuestros hábitos más cotidianos. Fijémonos en la vivienda, la calle, el barrio, la comida de cada día, el mercado y el comercio cercano, los parques y huertos interiores, la agricultura periurbana, o los núcleos históricos engullidos. Fijémonos en nuestros movimientos y actividades de cada día. La ecología actúa en la cotidianidad y conecta nuestros espíritus, mentes y cuerpos.
De la "limpieza final de tubería" y la eficiencia
a la suficiencia
La mayoría de las políticas urbanas que acaban definiendo y destruyendo irreparablemente las condiciones biofísicas del territorio aplican un sectorialismo ambiental que global y funcionalmente tiene consecuencias muy limitadas e insuficientes. Se limitan a combatir la contaminación destructiva sin acabar nunca con ella mediante un tipo de estrategias de "final de la tubería ".
Este modelo parcelador y reduccionista afronta las consecuencias de la suciedad y destrucción originadas por las sociedades industriales, tan sólo mediante un poco de limpieza al final de los procesos de producción y consumo. No cuestiona los procesos, la escala ni las causas. No las ralentiza, disminuye o frena, debido a que no interviene en los orígenes y procesos globales que retroalimentan la degradación ambiental. Por tanto, apenas pueden incidir en la escala ni en la aceleración de la destrucción de los sistemas naturales con sus pérdidas cualitativas y cuantitativas de diversidad biológica y de servicios ambientales imprescindibles.
Con el paso del tiempo las limitaciones de éstas políticas se han hecho más que evidentes, ya que se muestran económicamente muy costosas y cada vez más ineficaces ante la creciente multitud de destrucciones y riesgos que se acumulan y amplían. Peor aún, ayudan a alimentar la ilusión del tecno-optimismo en la percepción y actitudes sociales mayoritarias: todo está bajo control y podemos seguir seguros con nuestra alegre vida de despreocupación y despilfarro.
Si realmente se optara por avanzar hacia la habitabilidad urbana sería preciso volver la atención desde el fin al comienzo, desde los vertidos y residuos a los procesos y los ciclos transformativos de la economía, la extracción, la producción, la distribución, la venta y el consumo. Tendríamos que enfocar nuestra mirada a las toneladas de energía, materiales y mundo vivo que continuamente se lesionan o se degradan a consecuencia de nuestro consumo y forma urbana de vida, y que además comportan huellas destructivas en otros lugares alejados. Hay que recordar que la mayoría de los problemas ambientales derivan de la mega-escala y del volumen total y creciente de recursos naturales consumidos. Lo que viene a ser una gigantesca máquina trituradora de cualidades y funciones vivas diversificadas que se debilitan, reducen o pierden a mucha velocidad en ciudades tan voraces como las nuestras.
Es decir, el ineficaz ambientalismo final de tubería se apoya en la ideología de la eficiencia tecnológica como panacea para dar soluciones y obtener credibilidad social. Según estas ideologías del optimismo tecnológico, todos los problemas se pueden resolver con el aumento de la mejora técnica o con la sustitución de los recursos ambientales por artefactos sustitutivos. Pero desgraciadamente, la mayoría de la mejora ambiental o del ahorro local de recursos naturales producido por éste modelo insuficiente de eco-eficiencia se elimina con creces debido al paralelo aumento global del consumo de los bienes biofísicos.
Hoy día, la posible viabilidad de las políticas ambientales ha de tener en cuenta las dimensiones y procesos implicados en el espacio y el tiempo singulares, sometidos a la aceleración y el gigantismo. De poco nos serviría hacer un coche más limpio, si el volumen total de motorización y los gases tóxicos de combustión se disparan. Estaría muy bien el instalar techos solares, pero si la demanda energética sigue creciendo tan rápidamente como ahora, poco o nada avanzamos frente al cambio climático. Eficiencia, sí. Pero, suficiencia, también.
La ecología no es una simple cuestión de ajuste técnico ni de limpieza higienista o jardinería de retoques, para que todo siga igual o peor globalmente. Es más bien una apuesta profunda y urgente de cambios locales y globales en todos los campos sociales.
De la ciudad global
a los derechos a la salud planetaria
El modelo de ciudad global se apoya en su expansión inacabable e ilimitada territorialmente, con pautas de sobre-consumo fagocitario de recursos foráneos de todo tipo. La ciudad global funciona también como una potente y petrificada ideología a favor de las demandas de la globalización y desregulación económica. Este modelo de ciudad aumenta dramáticamente las presiones y la explotación sobre cada rincón físico y social del mundo.
La cada vez más pesada "huella ecológica" de nuestras ciudades constituye un yugo asfixiante sobre el capital natural del planeta y sobre las oportunidades humanas de futuro. Las inmensas demandas y sobre-consumo de recursos por parte de nuestras formas urbanas de vida provocan huellas sobre-explotadoras cada vez más profundas y anchas, ecológicas y sociales, cercanas y lejanas.
Uno de sus resultados históricos del sobre-consumo y estilos de vida urbana es la liquidación masiva de las sociedades agrarias tradicionales y su sustitución por megalópolis insaciables, y en constante crecimiento en muchos lugares del mundo. Parece que se cumple una regla de juego endemoniada: cuanto más parisitarias sean las ciudades, más estresadas y deterioradas estarán las zonas rurales y ecosistemas que se ocupan de satisfacer las necesidades primarias y la imprescindible regeneración de la vida urbana. Las modernas formas urbanas de ocupar y construir sobre el territorio están destripando montañas, secando ríos y esquilmando la biodiversidad a una escala y velocidad sin precedentes históricos.
Cada vez más se muestra como evidente la imposibilidad física de repetir con éxito la experiencia urbana del Norte a escala mundial. El actual modelo de ciudad actúa como un cáncer devorador al estar basado en el sobre-consumo y en la creciente separación y alargamiento de distancias entre los diferentes usos y actividades. Sus formas de intercambio dan prioridad a los ciclos abiertos y despilfarradores de materiales y energía en sus relaciones con los recursos y ecosistemas, y de los que extraen constantemente bienes y servicios que consumen. De seguir obviando las constricciones físicas infranqueables, el colapso de seguro estará garantizado en una Tierra limitada y frágil.
Una ciudad sólo puede ser llamada sustentable, democrática y justa, cuando las premisas en que se basa su comportamiento pueden ser copiadas y servir para la vida y continuidad de todas las ciudades del mundo. En cambio, el inmenso e inacabable consumo lineal de energía y recursos junto a la inflación de detritos producidos por parte de las ciudades de Norte, no se puede extender a todas las ciudades del mundo. Porque simplemente no hay recursos naturales suficientes para poder abastecer este desigual y lujoso despilfarro.
Hoy la defensa de derechos universales básicos ha de ser compatibilizada con los nuevos derechos a favor de la salud conjunta de nuestros cuerpos y el cuerpo del planeta, cuestionando con ello algunos de los supuestos centrales de la modernidad ilustrada e industrial. El mantenimiento de modelos urbanos de consumo ilimitado en el Norte imposibilita cualquier apuesta viable por la supervivencia y la igualdad de derechos universales de ciudadanía para el presente y para las futuras generaciones.
Esto debería sugerir que cualquier defensa de la supervivencia colectiva y de la justicia social y ambiental a escala planetaria, implicaría una seria transición hacia la moderación y la equidad.
En otras palabras: la actual globalización económica no es sólo criticable por ser injusta y desigual, sino que también es criticable porque es sencillamente imposible llevarla a término. Aunque hubiera un reparto social más equitativo de los frutos económicos que promete, igualmente nos llevaría a la humanidad hacia un callejón sin salida por su propio carácter radicalmente descontrolado, gigantesco y devorador del mundo físico planetario.
De la resistencia global a la localización
La inestabilidad y desigualdad generadas por la actual globalización económica ha parido a miles de resistentes ruidosos que insisten y repiten una y otra vez: "Otro mundo es posible". No sólo es posible sino que ya se está haciendo.
Miles comunidades y grupos por todo el mundo están descubriendo alternativas propias para la revitalizar las economías locales que proporcionan más igualdad, más cohesión social, más democracia y más protección ambiental, algo que no pueden ofrecernos el reino de las multinacionales. Este enraizamiento en la proximidad de los flujos de dinero y los recursos para el tejido social y económico local, favorece el apego y enriquecimiento de los intercambios humanos adaptados a las necesidades propias, y al cuidado local de personas y naturaleza.
La localización significa cuestionar la hiper-competitividad y la lucha de todos contra todos. Supone optar contra la lógica del "mendigo tu vecino" y pasar a la lógica de "mejora tu vecino", de forma tal que de preferencia a lo local y que a la vez fortalezca a las pequeñas empresas, la vida comunitaria, la naturaleza y las personas. Esta forma de indigenismo enraizado potencia las ideas del comercio justo y sustentable para promocionar una economía que integre los objetivos sociales y ambientales. Se trata de dar prioridad a la producción y venta local, fomentando su variedad y su diversificación. Favorece la creación de una nueva estima con lo propio y el lugar por parte de unos consumidores responsables que valoran la proximidad, la calidad ambiental, la diversidad y protección cultural como factores claves en sus decisiones de compra y estilos de vida.
De la aceleración a la parsimonia
Hoy las ciudades son templos de adoración de la velocidad. Una de las máximas incuestionables por parte de las políticas municipales es creer que es siempre deseable el incremento de la velocidad en cualquier forma de intercambio mediante el crecimiento imparable de las distancias y del espacio entre usos y actividades. Numerosas experiencias cotidianas son reguladas por ritmos urbanos que nos imponen una velocidad y rapidez extraña a nuestras necesidades básicas.
La tiranía de un único tiempo mecánico y productivo y de sus normas sociales de consumo atraviesa numerosas experiencias cotidianas, que van desde la autovía al fast food. La cultura consumista del usar y tirar acorta y acelera tiempo de vida de los objetos y nuestra relación anodina con ellos. Pero esta concepción uniformadora y homogénea del tiempo en la ciudad es realmente un abuso de poder al ser ciega e intolerante con los tiempos y ritmos pausados de nuestras experiencias y nuestros cuerpos. El imperialismo de los tiempos acelerados no se corresponde con los tiempos y ritmos plurales de la materia y la vida. El dominio de las prisas y de la rapidez ha reducido nuestras posibilidades de tener una conexión y comprensión visual, temporal, sensitiva, reflexiva y afectiva con los lugares y valores urbanos.
Así, es hoy difícil adquirir la experiencia y el aprendizaje parsimonioso que dan sentido e identidad a los espacios comunitarios e históricos de la ciudad. Con distancias más largas y velocidades más altas, prácticamente todo (la arquitectura, los edificios, los árboles, las plazas, las calles, la agricultura periurbana, los objetos de consumo) tiende a trivializarse y a padecer la desconexión natural y la insignificancia social. Todo el medio urbano parece estar llamado a convertirse en un no lugar y en un lugar de paso, efímero y mudo en sus posibilidades sociales de reconocimiento, estima y diversidad creativa.
Las zonas históricas y rurales de la ciudad que se mueven con otros significados y con pasos más lentos, son las que sin apenas capacidad de resistencia acaban siendo marginadas y deterioradas. La aceleración y las largas distancias fomentan un universo de insignificancia social lleno de extraños y de miedo. En cambio, la proximidad corporal y sensorial ayudan en la construcción del sentido y las subjetividades conectadas y responsables con la propia ciudad.
La parsimonia de los ritmos lentos y las distancias cortas reivindica otro modelo de ciudad. La velocidad más pausada, las distancias más reducidas, la alta conectividad, eliminan las crueldades y las insignificancias que caracterizan la vida cotidiana de muchas personas y colectivos.
Enraizar las relaciones sociales cotidianas en los ritmos propios del lugar, del barrio y el medio ambiente urbano local y cercano, nos puede ayudar a orientarnos. Algunos grupos sociales como pueden ser l@s niñ@s, los mayores, muchas mujeres con trabajo centrado en la vida doméstica reclaman e inventan otros tiempos más lentos acordes con la pacificación urbana, lo que conllevaría menos destrucción de la habitabilidad ambiental, menos peligros, más sociabilidad y enriquecimiento cultural, y un mayor bienestar y disfrute de la vida.
La necesidad de respeto y de tolerancia ecológica nos exige pasar del fast food al slow food como forma alternativa de vida ciudadana que incorpora otra valoración de los diversos tiempos de nuestra experiencia.
De los "no-lugares"
a la ciudad sentida y con sentido
Muchas ciudades se han lanzado a la competitividad y a la construcción inacabable de más y más "no-lugares" homogenizados y carentes del sentido para la apropiación identitaria de los urbanitas. Son ideados como emblemas de modernidad que convierten en arcaicos y desechables los lugares históricos, renegando de sus hábitos culturales y de su propia historia retratada en las piedras y trazados de la ciudad antigua. En el monocultivo uniformado de los espacios comerciales, residenciales o de ocio, difícilmente se puede crear identidades singulares y convivencia ciudadana cuando sobre todo se ofrecen experiencias de soledad y similitud anodina. Parece que desde la mentalidad de políticos y técnicos se proyecta la ciudad como si fuera una variación más de las terminales de los aeropuertos, de las estaciones de trenes o de los parques temáticos.
Las políticas del neo-desarrollismo urbanizador impulsan el edificio Prima-dona alimentando una continuada sustitución y eliminación de los lugares urbanos significativos y multi-funcionales que fomentan una variedad de usos sociales interconectados y de relaciones sinfónicas capaces de establecer continuidad e identidad en lo diverso: conectando las dos orillas incomunicadas de lo social y lo natural.
Hoy, este estilo monumental y heroico en sus dimensiones físicas y simbólicas constituye un lujo despótico propio de faraones. Carece de posibilidades para hacer puentes y reconocimiento entre las identidades sociales y el medio físico-natural. Actúan como pozos negros y heridas incisivas en la ciudad con muchas variedades en sus formas urbanas, que demandan todo tipo de recursos públicos. Este urbanismo de desprecio basado en la cirugía del edificio singular es incapaz de facilitar cosmovisiones de arraigo y aprecio con el conjunto de la ciudad. Su fuerza simbólica está en la desconexión y pérdida de contacto con la urdimbre material y social de la ciudad, y con las posibilidades creativas de bienestar que nos ofrece la vida urbana.
Las relaciones urbanas de encuentro, reconocimiento y memoria son sepultadas bajo la voracidad de los grandes espacios monofuncionales y de los bloques asépticos y monocromáticos. Hoy, por muchas ciudades grandes emergen idénticos engendros arquitectónicos de carácter autoritario que obvian y maltratan sus contextos sociales y naturales. El gigantismo de los centros comerciales acampa por las afueras urbanas expandiendo desiertos de aparcamientos y de densa movilidad motorizada. Es la repetición monocorde de los mismos carteles luminosos de las tiendas de franquicias, de las oficinas que escupen a sus usuarios intermitentemente a horas fijas y los dirigen a las idénticas carreteras, túneles y autopistas urbanas que empobrecen imperativamente nuestra experiencia y vida cotidiana.
La preservación del patrimonio urbano cultural y natural, la mezcla de actividades variadas y la delicada mejora, paso a paso, del tejido ambiental urbanístico existente (donde la gran mayoría de los edificios deberían ser dignos miembros del coro en lugar de tener un único protagonista o edificio de autor) son algunos requisitos para la cohesión social y la sustentabilidad. Los valores y servicios ambientales suelen ser perceptibles social y culturalmente cuando son contextualizados y localizados en un marco de relaciones con sentido y utilidad para sus habitantes. Las políticas a favor de la vida y la ciudadanía evitan los sobre-consumos destructivos y socialmente estratificadores, y van en detrimento de lo pesado, lo compartimentado y lo homogéneo como normas de diseño y ordenación urbana. Significará huir de los confinamientos de todo tipo construidos a base de cemento, asfalto y largas distancias. El urbanismo ha de rechazar el totalitarismo de lo económico. No sólo ha de ser funcional y contemplativo, también ha de posibilitar la expansión de las posibilidades de bienestar, memoria y religación social.
Los políticos y planificadores urbanos habrían de comprender que junto al diseño y la ordenación urbana se traman posibilidades socializadoras y de reapropiación subjetiva por parte de las personas y grupos. El suelo de una ciudad no es un papel en blanco donde se trazan unas líneas formales y espacios inertes, sino que en ella pervive una trama vital ciudadana que respira y es el hogar de múltiples culturas humanas complejas y sensibles.
De la invisibilidad de los procesos vivos
al paisaje urbano complejo
Los problemas ecológicos suelen ser invisibles al ojo del urbanita. Cuando las patologías de salud ecológica suben a la superficie después de estar un tiempo inmanentes e incubadas, a menudo se llega tarde. Ante la amplitud e irreversibilidad de los daños resulta imposible hacerles frente de forma eficaz. Las ciudades con más "éxito" e incluso, las más "limpias y aseadas" pueden serlo sólo en apariencia, porque ocultan sus patios traseros. Externalizan sus indecentes residuos destructivos que vierten sobre Otros. Los pequeños pueblos, el mundo rural, otros países y ecosistemas próximos y lejanos son las víctimas de las políticas urbanas dominantes. Como consecuencia los peligros ecológicos siguen creciendo y acechando aunque no se vean, ni se huelan, ni se sientan inmediatamente.
En una vida urbana frenética orientada a aumentar las distancias se acaban invisibilizando los flujos y conectividades propias y singulares de los metabolismos vitales que nos unen al resto del mundo material. Se esconden los pausados ciclos de la naturaleza y su regeneración cíclica. ¿A donde va el agua y la basura ¿ ¿De donde provienes los vegetales y alimentos? ¿Qué hay debajo de la calle y del asfalto? ¿Qué efectos tienen los humos de los coches y sus miles de elementos químicos tóxicos?
Lo que no se ve directamente puede que sí exista. Esta máxima implica una sencilla sabiduría ambiental. Quizás necesitemos crear unas historias sociales y culturales para poder marcar con señales y ritos inteligibles el paso vivo del mundo biofísico que comparte nuestra casa urbana. Puede que tengamos que indagar y aprender relacionarnos con la huella vital invisible que palpita y se adhiere a nuestros intercambios cotidianos, a las mercancías y a nuestras compras, a los deshechos y al paisaje urbano, a las huertas y campos de las afueras urbanas, a los acuíferos que corren bajo nuestros pies, al aire que respiramos.
Necesitamos nuevas políticas culturales a favor de conexión ambiental y la sustentabilidad para dar forma y nombres con los que representar inteligible y plásticamente el continente de flujos naturales y de servicios valiosos que nos ofrecen.
Del monocultivo
a la multiculturalidad ecológica
Cómo podrían ser las ciudades sustentables? …
Quizás podríamos pensar en una ciudad que aceptara la reducción de uso de recursos naturales como el marco de toda acción, motivación y sentido.
¿Pero como se puede concretar esta propuesta? ¿Porqué van a querer las personas y grupos limitarse en su alegre fiesta devoradora de suelo, agua y otros recursos ambientales valiosos y escasos?
¿Cómo se puede crear una nueva cultura ciudadana basada en la eficiencia, la moderación y la suficiencia ecológicas?
Hay una multitud de respuestas posibles para crear culturas urbanas sostenibles en sociedades complejas y multi-estructuradas. En nuestras ciudades, al igual que ocurre en la condición humana y natural, la diversidad y la singularidad son una fuente de abundancia y de riqueza constituyente e inevitable. No existe un punto único con capacidad totalizadora para la observación y la acción desde el cual se pudiera ver o determinar a toda la sociedad en su conjunto. No hay ni es democráticamente deseable un único centro de control institucional desde donde se pueda programar e intensificar los cambios profundos que necesitamos.
La política verde carecerá de eficacia y de aceptación social si no conlleva un proyecto cultural de sentido alternativo que favorezca una diversidad de estrategias y la construcción de nuevas subjetividades de religación con nuestras posibilidades y nuestro lugar en la naturaleza y en el cosmos.
Las verdaderas transformaciones sociales son moleculares y suceden diversamente cuando muchas personas establecen distintas prioridades en sus relaciones y en los campos sociales grandes y pequeños en los que actúan, estableciendo así nuevas rutinas y pautas de acción a pesar de los conflictos y contratiempos que surjan.
El multiculturalismo sostenible de nuestras ciudades aunque embrionario, es emergente y proteico. Puede tomar auténtico cuerpo con la potenciación social e institucional de iniciativas variadas a favor de nuevas éticas y estéticas de suficiencia ecológica que desarrollen formas de cuidado y estima alternativas y antagónicas al monocultivo cultural del la ideología maquinística. Estas nuevas energías sociales ya están presentes como semillas vivificadoras en muchas y diversas iniciativas individuales y colectivas que como luciérnagas nos pueden iluminar el camino.
De las limitaciones ecológicas
a las oportunidades de buena vida
Reconocemos que la tarea de soñar un estado de cuidado y renovación material óptimo es difícil y nos enfrenta a la no erradicable incertidumbre y complejidad de cualquier ideal político, urbanístico o tecnológico. Pero, la agenda verde y sus ideas pueden tener éxito y reconocimiento social aunque apuesten por la suficiencia y la moderación de la voracidad faústica de nuestras ciudades.
Las metas de la sustentabilidad asumen un saber más genuino sobre el mundo real y sobre nuestros campos sociales de experiencia. Sus ideas verdes son opuestas a la trivialidad y falsedad de los imperativos economicistas y de las nociones al uso de expertos y tecnócratas. Constituyen un saber más profundo y genuino sobre lo real, al tiempo que conforman nuevos campos culturales y se sentido que alumbran y comprenden mejor nuestra condición y experiencias. El pensamiento ecológico nos ayuda en la deliberación sobre el mejor camino y sobre las verdades útiles, pero sin olvidar nuestra inevitable participación en un orden cósmico y natural.
La ecología tiene la capacidad de revelación de nuestro lugar en el cosmos al recordar que la materia viva tiene un lugar central en nuestras formas de vida, y no es reducible a un mero recurso o producto a manipular o convertir en artefactos y objetos. No hay autonomía ni desconexión posible de las máquinas y objetos de consumo que fabricamos, por lo que nuestra responsabilidad y moral práctica habrá de tener en cuenta este gran continente vivo y negado, junto a las metáforas y discursos productivistas que lo impulsan. El fascinante modelo mecanicista de acción y ordenación de nuestras vidas y ciudades constituye una potente ideología que se autopropulsa, aunque carece de posibilidades da manifestar los rasgos centrales de nuestra condición humana en el mundo. Su poder de manipulación y engaño es tan grande como su poder de negación y obstrucción de posibilidades creativas y de otras formas de vida ciudadana.
Las aparentes limitaciones de la condición ambiental y la precaución que ha de incorporar toda política sustentable, son en realidad nuevas oportunidades para crear una mejor y sana vida. Es posible apostar por una ética ecológica junto a una estética a favor del placer y disfrute de la vida. Una estética que incorpore una manera nueva de organizar nuestras experiencias con el mundo construido de la ciudad alejándonos de las formas heroicas y guerreras. Una vida urbana realizada desde valores a favor de la vida y la búsqueda del bienestar, y basada en la convivencia y religación con el mundo sensible y con las necesidades de conexión emocional que habitan en nuestros cuerpos y en el cuerpo de la ciudad.
Los valores y prácticas ambientales pueden responder a valores sociales atractivos y buscados, como son los identificados con la salud y el disfrute, el placer, y la mejora social individual y colectiva. Buena vida y vida buena pueden ir juntas. La buena comida, la calle pacificada y sugerente, la conversación, el paseo, y el encuentro inesperado pueden guiarnos en esta búsqueda cotidiana. Los mercados pueden ofrecer una comida más variada, fresca y local, que además de ser más nutritiva y sana para los consumidores también es más justa con los productores. Unas calles más lentas, cómodas, seguras y sociables son más apreciadas por los urbanitas. Unos entornos urbanos esmeradamente cuidados y respetados en su singularidad y en sus valores rurales y ambientales pueden enganchar mejor con nuestras necesidades vitales..
Es posible hacer florecer una vida urbana vibrante y más enriquecida. Pero las cifras y las estadísticas sólo hasta cierto punto pueden ayudar al cambio. Los números no mueven corazones. No es muy probable que unos objetivos fundamentados exclusivamente en la reducción del consumo de recursos levanten mucho entusiasmo entre la gente. ¿Qué tipo de placer puede derivarse de los números y las estadísticas?
Numerosos aspectos sorprendentes de la naturaleza están en constante comunicación y diálogo con nuestras vidas, y no se dejan atrapar en cifras ni en datos objetivos. Son los sonidos, los colores, los olores, los sabores, los deseos se quedan fuera de los números y de los fríos datos producidos por los técnicos y economistas del maldesarrollo.
Además, sólo cuando las mutaciones ecológicas se comprenden como un proceso histórico y cultural que tiene que ver con nuestros deseos y necesidades más intimas, se puede comenzar a encontrar salidas para nuestras sociedades ahogadas en la crisis del sobre-consumo. Así, mediante el instrumento cultural podemos convertir las metas cuantitativas de la sustentabilidad en objetivos cualitativos deseables y buscados por la mayoría de las personas.
Porqué sólo un movimiento social con alma y enraizado en cada lugar significativo incitará las mutaciones urbanas necesarias y urgentes. Hay que inventar nuevos cursos de acción verde y de cambio cultural en todos los sectores de la vida política, ciudadana, académica y económica. Es preciso comenzar a hablar de una nueva ética urbana pero también acompañada de una nueva estética del disfrute y la buena vida que pueda convivir con la suficiencia, precaución, responsabilidad, justicia, la protección y el cuidado.
También una estética a favor de la calidad local es necesariamente parte del desarrollo rural y urbano hacia la sustentabilidad. Nuevas experiencias basadas en una economía y bienestar verde, y enraizadas en el lugar, pueden apostar por la durabilidad regenerativa de objetos y territorios. Significaría optar por la preservación y el cuidado de ecosistemas y de variedades vegetales y animales locales, de los productos naturales y de las actividades artesanales, de una nueva economía y desarrollo local ajustado y respetuoso con la exigencia ambiental. Es posible avanzar hacia nuevas economías sociales y naturales basadas en la recuperación y la renovación mediante actividades culturales creativas que operen bajo los criterios prácticos verdes de reutilización y reparación.
Las personas se mueven por razones, pero también por gusto y goce. La sustentabilidad urbana debe motivar la mente y favorecer la autoreflexividad, pero también debe favorecer el flujo de nuestros sentidos y sensibilidad. Seguramente, con buenas dosis de imaginación podemos convertir la necesidad en valores apreciados, y convertir los limites en múltiples puertas a la buena vida común.
Una nueva urbanidad ecológica para nuestros pueblos y ciudades ha de cuestionar algunas de las premisas básicas de nuestro modelo urbano basado en la voracidad y la desconexión con el mundo natural y con el planeta interior que palpita en nuestras urbes. Es decir, algo que es tan compulsivamente seductor como insostenible. Esta necesaria ecología urbana nos sugiere las muchas posibilidades prácticas que darían un viraje profundo a nuestras culturas ciudadanas en la dirección de un futuro más vivo, verde y solidario.

Mara Cabrejas
Mara.cabrejas@uv.es

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